DIVINO AFFLANTE SPIRITO
Carta encíclica de S.S. Pío XII sobre los estudios de las Sagradas Escrituras

Inspirados por el divino Espíritu, escribieron los escritores sagrados los libros que Dios, en su amor paternal hacia el género humano, quiso dar a éste para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté pertrechado para toda obra buena[1].

Nada, pues, de admirar si la Santa Iglesia ha guardado con suma solicitud un tal tesoro -a ella venido del cielo y que ella tiene por fuente preciosísima y norma divina del dogma y de la moral-; como lo recibió incontaminado de mano de los Apóstoles, así lo conservó con todo cuidado, lo defendió de toda falsa y perversa interpretación y con toda diligencia lo empleó en su ministerio de comunicar a las almas la vida sobrenatural.

De todo ello nos ofrecen claro testimonio documentos casi innumerables de todas las épocas. Pero en tiempos recientes, cuando especiales ataques amenazaron al divino origen y a la recta interpretación de los Sagrados Libros, la Iglesia con mayor empeño y diligencia tomó su defensa y protección. Por ello, el Santo Concilio de Trento con un solemne decreto prescribió que se han de tener como sagrados y canónicos los libros enteros con todas sus partes, tales como la Iglesia católica acostumbró a leerlos, y se encuentran en la antigua edición vulgata latina[2]. Y en nuestro tiempo el Concilio Vaticano, para reprobar doctrinas falsas sobre la inspiración, declaró que la razón de que estos libros han de ser tenidos en la Iglesia por sagrados y canónicos, no es porque, después de compuestos únicamente por humana industria, hayan sido posteriormente aprobados por la autoridad de la Iglesia, ni tampoco solamente por el hecho de contener una revelación sin error, sino más bien porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales fueron confiados a la misma Iglesia[3]. Y, sin embargo, algún tiempo después, en oposición a esta solemne definición de la doctrina católica, que para los libros enteros con todas sus partes reivindica una tal autoridad divina, que está inmune de cualquier error, algunos escritores católicos osaron restringir la verdad de las Sagradas Escrituras sólo a las cosas tocantes a la fe y costumbres, mientras todo lo demás, perteneciente al orden físico o al género histórico, lo reputaban como dicho de paso y sin conexión alguna -según ellos- con la fe. Por ello, Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus, del 18 de noviembre de 1893, no sólo reprobó justísimamente estos errores, sino que ordenó los estudios de los Libros Sagrados con prescripciones y normas sapientísimas.

2. Muy justo es, por lo tanto, que se celebre el quincuagésimo aniversario de la publicación de aquella Encíclica, considerada como la Carta Magna de los estudios bíblicos. Por ello, Nos, conforme a la solicitud que desde el principio de Nuestro sumo Pontificado[4] mostramos respeto a los estudios sagrados, hemos juzgado que sería muy conveniente, de una parte, el confirmar e inculcar todo cuanto Nuestro Predecesor sabiamente estableció y lo que sus Sucesores añadieron para reforzar y perfeccionar la obra; y, de otra, enseñar lo que al presente parecen exigir los tiempos, para más y más animar a todos los hijos de la Iglesia, que a estos estudios se dedican, en esta labor tan necesaria como laudable.

[1] 2 Tim. 3, 16 ss.

[2] Sess. 4 decr. 1 EB 45.

[3] Sess. 3 c. 2 EB 62.

[4] Sermo ad alumnos Seminariorum... in Urbe (24 jun. 1939) A.A.S. 31, 245-251.

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